Taxidermia literaria
So come up to the lab and see what's on the slab
I see you shiver with antici...pation
The Rocky Horror Picture Show
Señoras y señores llegó el momento de poner nuestros cuerpos
rebosantes de vida sobre la mesa de autopsia y rogar por una indolora disección.
Por mi parte, admito no sin cierto pudor, que suelo reparar en este embalaje que traigo a cuestas y que
llamamos cuerpo cuando algo va mal: cuando algo se hincha, revienta o se
desmorona; cuando la migraña se ceba a martillazos con mi cabeza o cuando mi
descalzo dedo meñique se estampa, con fuerza titánica, contra la pata de una infame
mesa que se niega a pedir disculpas. Porque digámoslo con franqueza: el meñique
no es el que encuentra a la pata sino la pata al meñique; quien diga lo
contrario, o sea, quien crea que el meñique es el culpable por distraído, por
estar poco carpe diem, estaría colocando la culpa en el lugar equivocado y qué
fea es la gente que culpa a su propio meñique cuando hay una mesa de roble
pesado dispuesta a recibir, estoicamente y en buena lid, los insultos que le corresponden
después del automático "ay, güey"
que suena más bien democrático en la repartición de culpas. Si, por el contrario,
todo está, de pies a cabeza, aparentemente bien, mi mente no considera
necesario detenerse a admirar su funcionamiento impecable. Así que aquí estamos
para remediar tantos años de injusticia. Sirvan estas notas al margen como
tributo a las cosas que damos por hecho.
Por otra parte, no osaré, estimado lector, insultar su
inteligencia calificando en utilidad cada pedazo de nuestra anatomía, porque es
bien sabido que todos son un diez absoluto cuando están ejerciendo, digamos, su
eterno godinato. Por ejemplo, ahora mismo mis manos son, para mí, un diez más
puntos extras acumulados durante el año ¿por qué? porque sin ellas me las
estaría viendo negras para escribir esto; en cambio, para usted, allá, lejos,
leyéndome en este momento, mis manos podrían ser quizá un seis si bien me va o
bien podría, también es válido, estar insultando a la suerte por considerar que
una Lilí sin manos sería de mayor utilidad que una Lilí con manos. O, para ser
más justos, yo podría calificar sus ojos con un menos cinco por seguir leyendo
algo que no es exactamente de su interés; así que mejor no tomemos tan
bizantinos mecanismos pedagógicos y volvamos al camino de las manos.
Cuenta la leyenda, es decir Christopher Hitchens, que un buen
día en París, una señora se acercó a James Joyce con la intención de besar la
mano que había escrito el grandísimo (en todos los aspectos) Ulises, a lo que
Joyce, ni corto ni perezoso, respondió que esa mano también había hecho muchas
otras cosas. Lo entiendo, sí, no todos podemos ni debemos comparar nuestras
manos con las sobresalientes manos del genio irlandés, pero sí que podemos
identificarnos con ese elocuente "muchas otras cosas". Sin ir más
lejos existen seres humanos, entre los que puedo contarme, que no pueden hablar
con las manos quietas. Yo no sé a ustedes qué les habrán enseñado en la escuela
pero a mí siempre me pareció de sentido común que existía (y existe) una
conexión directa entre el habla y la danza manil. Es decir, tan pronto uno abre
la boca las manos ya iniciaron su vuelo, en muchos casos gracioso, en muchos
otros torpe, pero siempre necesario. Por otro lado, las manos pegadas al cuerpo
mientras uno habla matan todas y cada una de las palabras que salen de nuestras
bocas; crean un desbalance tal que, en lo sucesivo, todo lo que sale se siente
falso y solitario, pero a mí no me hagan caso, yo solo soy un triste
instrumento del camino y todo lo que pueda decirles parte de una experiencia
personalísima y de un gusto personalísimo, como es la filia a contemplar, en un
estado más bien hipnótico, los movimientos maniles ajenos. Tomás Segovia, a
quien citaremos más adelante en cuestiones un poco menos púdicas, pero
igualmente festivas, escribe, en una de esas prosas con las que a uno se le
atraganta la admiración y la envidia a partes iguales, que las manos [...] melodiosas, al margen, sin dejar de echar
una mano cada mano a lo que habla, roban también lo que se dice, lo usan de
otro modo, manos desasidas que saben desdecirse y corrompen la igualdad letal
de las palabras. Ay, el sabio Segovia.
Fueron también ciertas actividades cuerpiles consideradas no
productivas las que pusieron alguna vez a Emma Goldman en un aprieto con sus
compañeros anarquistas. Emma, un buen día, se encontraba disfrutando de uno de
los grandes placeres a los que se puede entregar el cuerpo (o sea bailando)
cuando uno de sus serios camaradas la interrumpió, para cuestionarla, porque
consideraba que el baile era una vanidad innecesaria, a lo que Goldman le
respondió con esa conocida y reconocida frase que quizá ya hasta se tragó a su
dueña en cuestiones de popularidad y que dice así: si no puedo bailar, tu revolución no me interesa. Es bastante obvio
que a Emma le importaba más bien poco lo que aquel hombre pudiera decirle, como
también le importaba más bien menos que poco lo que sus correligionarios
pudieran "leer" en su gusto por el baile. ¿Era válido que una
revolucionaria disfrutara tales vanidades? ¿era razonable distraerse en cosas
tan mundanas? ¿envolverse en asuntos tan egoístas, tan vacíos de causas nobles?
¿Es el baile una cuestión burguesa? La historia de la humanidad nos invita a
pensar lo contrario y nuestros cuerpos, definitivamente, nos piden lo
contrario. Tenga usted dos pies izquierdos o dos derechos (que dos de
cualquiera serían igualmente inservibles) mover el cuerpo rítmica o
arrítmicamente, en soledad o en compañía, en la regadera o en la calle, hasta
el suelo o hasta el cielo es, ciertamente, algo muy disfrutable y usted, no lo
niegue, en el fondo de su bailarina alma lo sabe.
Pero bueno, como ya los estoy viendo shiver con anticipation
no demoremos más el asunto y hablemos
del cuerpo amado y del cuerpo deseado que, aunque en algunos casos ambos
coinciden en uno mismo (uo o), también pueden y a veces, necesariamente, deben leerse por separado. Barthes, en su ambicioso
y genial intento por desgranar un discurso amoroso, nos recuerda, con singular
alegría, que todos los enamorados somos, en esencia, uno solo; es decir, nos
devora la ansiedad de la misma forma, sentimos lo mismo con la misma pasión,
interpretamos lo bueno, lo malo y lo feo sin grandes diferencias entre unos y
otros por muy every gun makes its own
tune que pretendamos sentirnos y la
taquicardia, el sudor y el nudo en la garganta, aunque no es el mismo (thank
god porque iugh), sí es, podríamos decir, parte de ciertos incómodos y gustosos
procesos. Al final no podemos más que leernos en las palabras de Barthes con
cierta ternura, agitar una mano en el aire en movimiento desestimatorio y
exclamar un enfático ay, ajá que por
dentro se siente como una taquicardia de chingao,
ya me cacharon. Y sí, al final salimos
reducidos al absurdo y sí, nos identificamos cada tres palabras y sí, somos
absurdos. Entre todas las fijaciones cuerpiles que desarrollamos alrededor del
ser que nos vuelve ridículos está, por supuesto, la piel, pero no se adelante,
apreciable y desesperado lector, con hipótesis aventureras que ya le digo yo
que namás estará perdiendo el tiempo porque a la piel a la que yo me refiero es
a la piel Barthiana que él mismo define en el fragmento titulado "La
conversación":
El lenguaje es una piel: yo froto mi lenguaje contra el otro.
Es como si tuviera palabras a guisa de dedos, o dedos en la punta de mis
palabras. Mi lenguaje tiembla de deseo. La emoción proviene de un doble
contacto: por una parte, toda una actividad discursiva viene a realzar
discretamente, indirectamente, un significado único, que es "yo te
deseo", y lo libera, lo alimenta, lo ramifica, lo hace estallar (el
lenguaje goza tocándose a sí mismo); por otra parte, envuelvo al otro en mis
palabras, lo acaricio, lo mimo, converso acerca de estos mimos, me desvivo por
hacer durar el comentario al que someto la relación.
Por supuesto esta no es la única anotación que hace respecto
al cuerpo del otro que en este caso es uno de esos en los que conviven, desde
la vista enamorada, el amor y el deseo, pero ya que nos hemos adentrado en
materia sugerente es hora de que volvamos a Segovia porque lo prometido es
deuda y esta es una deuda que definitivamente no quiero dejar de pagar. El
soneto, he de admitir, nunca ha sido una de mis estructuras poéticas
predilectas, como tampoco lo ha sido la poesía erótica porque ¿qué les puedo
decir?, a mí en estos asuntos me gustan las imágenes poco brutas y si leo las
palabras senos turgentes entre demás obviedades basiconas a mí me da algo
cercano al parraque, al patatús y al soponcio que sí, sí, ya sé que son lo
mismo pero es un recurso literario para efectos dramáticos y no dudaré en inventarles
matices si alguien osa cuestionarme. No les voy a mentir, el querido Tomás
también tiene algunos de esos que producen ñáñaras y agruras gratuitamente,
pero tiene otros que son francamente admirables y que traen el sonrojo ajeno
asegurado, así que sin más preámbulo, con todos ustedes, Tomás-start me up-
Segovia:
Otra vez
en tu fondo empezó eso...
Abre sus
ojos ciegos el gemido,
se agita
en ti, exigente y sumergido,
emprende
su agonía sin regreso.
Yo te
siento luchar bajo mi peso
contra un
dios gutural y sordo, y mido
la hondura
en que tu cuerpo sacudido
se
convulsiona ajeno hasta en su hueso.
Me
derrumbo cruzando tu derrumbe,
torrente
en un torrente y agonía
de otra
agonía; y doblemente loco,
me derramo
en un golfo que sucumbe,
y
entregando a otra pérdida la mía,
el fondo
humano en las tinieblas toco.
Una
vergüenza como coloFIN
Y
¿ahora cómo demonios cierro esta cosa después de ESO? se preguntó esta
notasalmargentista que leen, aterrada, durante al menos una hora de contemplar
fijamente la pantalla de su computadora.
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