Instrucciones, manual o circunloquio para aterrizar una idea
And where do we get those big portable lights?
Borrow them from
Batman?
Die Hard 2
Asegúrese, primero, de que exista una pista. Una pista bien
iluminada, claro, las mejores ideas, es bien sabido, llegan cuando uno ya ha
sucumbido a la noción de una existencia sin luces, por lo que si quiere que la
idea que ronda su cabeza toque tierra firme sin mayor desperfecto, es de suma
importancia que uno logre prender unos cuantos focos para que guíen su camino.
La pericia del piloto es fundamental en la ardua labor de aterrizar una idea.
Pilotos los hay de todo tipo, ya se sabe, algunos con más experiencia que
otros, con mayor o menor carisma o menor o mayor talento. Estamos, también, los
pilotos que, previo al vuelo, entramos al bar del hotel para bebernos el valor
que necesitaremos en nuestra difícil tarea o para justificar un aterrizaje con
los ojos cerrados. Ave, Caesar,
morituri te salutant.
Después, el piloto ha de posicionarse en la cabina de vuelo y
revisar que todo esté correcto, es decir, que la idea que piensa aterrizar sea
una idea que vale la pena aterrizar.
A estas alturas de la vida el piloto o la piloto ya debería
tener nombre y apellido, en este caso se trata, nada más y nada menos, del de
la que escribe estas líneas. Así que esta piloto que leen se ha visto obligada
a introducir, en estas falsas instrucciones, algunos intermedios que considera
que no dañarán a la idea que ha de ser aterrizada, pero que sí aportarán el
peso necesario que el avión exige para que, en caso de necesidad, caiga por su
propio peso.
Intermedio en el que la piloto se percata de que el tema de las ideas merece una reflexión aparte a la que usted, estimado lector, será arrastrado sin compasión
Pongamos que vuestra merced me asegura que, durante este mes
ha tenido, aproximadamente, unas treinta buenas ideas perfectamente diseñadas y
pensadas para el entretenimiento ajeno, el propio o para la salvación de la
humanidad. Usted asegura que han sido unas treinta buenas ideas porque, no
mienta, en el fondo es un optimista. De esas treinta buenas ideas más de la
mitad se le ocurrieron en uno de esos momentos eureka que siempre lo pescan a medio regaderazo o, de esas que
parecen brillantes por el simple hecho de saber cómo colarse entre dos ideas más
bien mediocres; así que, al final, a usted no le queda más remedio que empezar
a dudar de la brillantez de ésta, ¿será, en verdad, esta idea mía una cosa tan
brillante? ¿será, acaso, que lo parece
por la simple y llana comparación con las horribles ideas que la preceden? o,
¿será que estoy parafraseando a uno de esos grandes cerebros de la historia
humana? Si la respuesta a la última pregunta es sí, tal vez usted no pueda
jactarse de sus magníficas conexiones neuronales, pero tal vez sí un poco de su
buen gusto, y está de sobra decir que todos aquí venimos a cumplir funciones
distintas; si nuestro destino es rendir pleitesía a las maravillosas ideas de
grandes mujeres y hombres de la historia de la humanidad que así sea; si le
tocó, en cambio, ser de esos que vinieron a cuestionarlas, buena suerte y si
forma parte del grupo cuyas respuestas tienen toda la cara de ser preguntas,
bienvenido y que nos disculpen las
grandes preguntas por las pequeñas respuestas.
Por otro lado, las ideas que no forman parte de ese grupo
dividido entre el momento eureka, el
oportunismo o el plagio, seguro que fueron concebidas bajo esas tenues y
características luces de cualquier antro que convierten lo feo en regular, lo
regular en bonito y lo bonito en nomelacreo;
en otras palabras que se asemejan bastante a las anteriores pero que sirven
para dejar claro el punto, son aquellas ideas que aparecen en uno de esos instantes
en los que todo parece buena idea porque está bajo esa engañosa luz que hace
que todos nos veamos guapos hasta mañana. Esas serían, digamos, las ideas
engaño. Ahora bien, si descartamos a todas estas ideas de dudosa luminosidad y
ejercemos una política de absoluta honestidad, al final del mes, nos quedará
una idea que merece ser aterrizada, chiqueada y llevada a desayunar. Sólo una,
si bien nos va.
Segundo intermedio en
el que la piloto reflexiona alrededor de una o dos ideas que tuvieron un aterrizaje
juguetón
Nadie, en su sano juicio, sería capaz de negar o ignorar las
características lúdicas de la literatura. Lúdico es el acto de leer en sí mismo
como igualmente lúdico puede ser tanto el proceso de escritura, como los juegos
que, con las palabras y a través de ellas, hace quien escribe. Igual de lúdicos
son los guiños escondidos en un texto que a veces sirven como un lenguaje, a la
vez visible y oculto, que tal vez sólo una persona, del otro lado, recibe. Juegos
también son las figuras retóricas y la relación que mantiene un texto con otros
textos.
Está, por ejemplo, el archiconocido juego de la aparente
improvisación jazzística que hace Cortázar en sus experimentos literarios. Quién
no recuerda el famoso capítulo 7 de Rayuela
en el que Cortázar, diría Barthes, afronta
el embrollo del lenguaje: esa región de enloquecimiento donde el lenguaje es a
la vez demasiado y demasiado poco o ese otro capítulo 68, escrito en aquel
idioma secreto (gíglico), que parece una larguísima onomatopeya del acto
íntimo, amoroso y cómplice de dos amantes, que rezuma gozo y juego en forma y
fondo, y que me hace recordar estas palabras que escribió Ginsberg a Kerouac en
una de las tantas cartas que se enviaron:
[...] a falta de un vocabulario [...] he tratado de explicar un milagro. O qué
me dicen del gran juego que escribió Julio junto con su compañera, Carol
Dunlop, en el que un viaje entre París y Marsella se convierte en la excusa
perfecta para vivir una aventura literaria y extraliteraria en clave continuidad de los parques. ¿Es que
acaso existe algún texto cortazariano exento de todo tipo de juegos?
Están, también, los juegos joyceanos que son, por ejemplo, el
Finnegans wake y el Ulises, novela que a su vez bien podría
tomarse un café junto a la señora Dallaway
por su distintiva afición a agotar un día y a los flujos de conciencia o, por
qué no, compartir un té y una magdalena en
busca del tiempo perdido con Proust. Asimismo, en estas mismas recreativas
aguas, encontramos esa otra genialidad lúdica que logró George Perec en La vida instrucciones de uso donde una
casa parisina es, a la vez, personaje y mostrador en el que se exponen,
simultáneamente, varios mundos. O qué decir de Saramago y su Historia del cerco de Lisboa donde, un
día cualquiera, Raimundo Silva considera buena idea introducir algo de su
propia cosecha en un texto que debía corregir, cambiando así el rumbo de más de
una historia. Comentarios aparte merecerían también Kafka, Calvino y Wallace
por mencionar solo algunos de los juguetones autores que usted bien haría en ir
a conseguir a su biblioteca o librería local favorita (La Librería de los Escritores,
por si los aguascalietesnnn, ejem, ejem, cof, cof*).
Tercer intermedio en el que la piloto
finge (el piloto, al igual que el poeta,
es un fingidor) disertar sobre tres o cuatro pilotos de altas letras
Si ha existido alguien en este planeta que ha sido capaz de
identificar todo lo que hay de lúdico en el mundo, ese sin duda sería el
grandísimo, en más de un sentido, Chesterton, quien es conocido por divertirse
con la aguda observación del que siempre está dispuesto a asombrarse por el día
a día de las cosas, personas y situaciones que lo rodean. Pensemos, por
ejemplo, en la pequeña contrariedad del hombre que un buen día se lesiona una
pierna y de repente se ve confinado entre cuatro paredes volteando, todo el
día, hacia un techo que tendrá gracias las justas. O en la imagen, ciertamente
cómica para quien no es quien la sufre, de un hombre o una mujer que ha perdido
su sombrero en un momento de airosa ignominia y que se ve en la acuciante
necesidad de perseguirlo aunque el viento insista en seguir alejándolo de él o
de ella. Lo primero que haríamos, como individuos básicos que somos, sería
insultar, al menos mentalmente o entre dientes, en el primer caso, a la suerte
por ensañarse con nuestra pierna y arrastrarnos al confinamiento y, en el
segundo caso, al viento por impertinente. ¿Qué es lo ve Chesterton en estos dos
sucesos? la ocasión de repensar las tragedias cotidianas como oportunidades que
nos ofrecen un panorama lleno de lúdicas posibilidades o, lo que Wallace explicó
en ese genial discurso que es This is
water, lograr vencer a nuestro natural
default setting, es decir, resistirnos a esa tentación que siempre tenemos
de actuar en automático y no tomarnos unos segundos para detenernos y decidir cómo
queremos vivir determinado acontecimiento, aventura o incordio que se nos
atraviese.
Nuestra querida (que si aún no lo es sepa usted que no cabe
duda de que lo será) Wislawa Szymborska, en la joyita no lo suficientemente
reconocida que es Lecturas no
obligatorias, y escribiendo esta vez como una simple lectora más (pero ¡qué
lectora más!), es sólo un ejemplo de persona que usa como excusa cualquier libro o lectura para
escribir sobre lo que se le pega la gana. Un loqueselepegalagana siempre cargado de la admirable y envidiable ironía
que la caracteriza y lleno de los temas
y las inquietudes que decidió poner en el centro de su existencia.
Otro de esos lugares en los que uno puede jugar, entre otras
cosas, a abrirse en canal, son las cartas. Volvamos a la correspondencia entre
Kerouac y Ginsberg que, en mi probablemente equivocada opinión cargada de
diversas filias y fobias, le hace competencia directa a sus novelas (sí, sí, peras
y manzanas, pero frutas al fin y al cabo). En estas cartas los dos autores, y
las personas que encarnan a estos dos autores, ponen todas sus dudas, miedos,
deseos, ansiedades e inquietudes sobre la mesa. Hay confianza, mucha, hay
afinidad, también, pero sobre todo hay un juego invisible que se va tejiendo a
través de las palabras que comparten y de las mismas reflexiones amorosas que
hacen sobre lo que el otro escribe; como en aquel episodio en el que Ginsberg,
mencionan los editores en una nota, escribe a Kerouac para hablarle sobre unas
visiones que comentaba haber tenido pero esta vez negando que se hubieran producido, por lo que Jack escribió en el margen de la carta un oportuno, simpático y
lapidario "cuando perdió la chaveta".
Cuarto intermedio en el que la piloto
decide, previo abandono de la cabina de pilotaje, hacer una pausa para bajar del avión, tomarse
un café y engullir un delicioso pain au
chocolat mientras contempla, desde su mesa, a una pareja que pareciera que
lleva ya varios domingos sin hablar
Los dilemas en este intermedio son, faltaría más, cotidianos:
usar los cubiertos o no usarlos, buscar urgentemente una servilleta o dejar que
la gota siga su rumbo natural, intentar borrar la huella de la mancha de café
del pantalón o empezar a apreciarla, juzgar la relación de dos extraños basándose,
únicamente, en una hipótesis fruto de una observación de cinco minutos o ponderar qué sería más conveniente, si usar el
baño del café o esperarse al del avión, en fin, banalidades del estilo.
Quinto intermedio en el que la piloto
divaga entre anécdotas propias y ajenas
Es de sabiduría popular que si la cruda verdad aún no aparece
es porque probablemente siga borracha, pero esta piloto que leen ha decido
poner en pausa sus pudores y aventurarse por las sendas de las crudas verdades,
que en este momento han decidido hacer acto de presencia. Si hablamos de esos
juegos que jugábamos cuando éramos niños o esos juegos que jugamos en la
actualidad en mi mente aparecen, sobre todo, mis experiencias como mala
jugadora: mis impaciencias que insistían en convertir un juego de ajedrez en damas, mis fúricas transformaciones en la más salvaje de las
capitalistas al jugar turista, la
ansiedad que me embargaba el sentir la presencia cercana de otro cuerpo detrás
del mío en el 1, 2, 3 calabaza y, por
supuesto, esa otra ansiedad que me acompañaba durante las escondidas y sus eternas esperas en las que cada segundo duraba,
sin exagerar, una odisea del espacio.
Hay, también, en mi anecdotario vital experiencias divertidas, emocionantes y
relaciones saludables con el juego, no vaya usted a imaginarle más locuras que
las justas a esta que escribe, pero como las siguientes anécdotas van en clave
insulto decidí concentrarme en the dark
side of the juego.
Existe un apartado divertido en la sección literaria de los
juegos en la que grandes personajes con aún más grandes habilidades retóricas se
insultan los unos a los otros y los otros a los unos. Estos insultos a menudo
son puro arte y a veces son puro juego, sobre todo cuando el ofendido está a la
altura del que insulta y devuelve la ofensa a casa del dueño; como en la
anécdota entre Bernard Shaw y Churchill quienes no se toleraban entre sí, pero
que por cuestiones meramente protocolarias se veían forzados a mantener cierto
contacto. Un, seguramente, mal día Shaw se vio obligado a invitar a Churchill
al estreno de su obra Pigmalión por lo que le mandó una nota que ponía lo
siguiente: Le invito al estreno de mi
obra Pigmalión y le hago llegar un par de boletos para que vaya con un
amigo...si lo tiene. A lo que Churchill, ni corto ni perezoso, respondió
con un potente gancho al hígado: No puedo
asistir al estreno, así que le devuelvo sus boletos, pero iré a la segunda
función...si la hay.
Bernard Shaw también tuvo el placer (para nosotros) y la
desgracia (para él) de llamar la atención del ingenioso Oscar Wilde quien no
dudó en definirlo con las siguientes palabras: Un hombre excelente. No tiene enemigos, y a sus amigos no les cae bien.
La historia humana está llena de este tipo de intercambios
juguetones en los que, cabe decir, siempre ha ganado la pluma más afilada.
Colofín desde la cabina de vuelo
Eso que se ve a la distancia es una pista llena de baches.
Eso que se escucha en la cabina de vuelo es el silencio de la torre de control.
Y esas cuatro luces parpadeantes que la piloto, en otro ataque de optimismo,
decidió interpretar como guiños, son sólo cuatro foquitos al borde de la
muerte. Hemos llegado al punto en el que esta piloto, agotada, ya se ha
dado por vencida y se ha percatado de sus más bien deficientes dotes para
aterrizar ideas con relativo éxito, por lo que considera que de ahora en
adelante, no le quedará más remedio que empezar a estrellarlas con estilo. Fin.
*Este texto no fue patrocinado por la librería mencionada ni
la lectora que aquí escribe fue recompensada más allá de la mera recompensa que
implica tener a su disposición un hermoso y cuidadísimo catálogo de libros seleccionados,
también, por apasionados lectores.
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