Bibliotecarum-Theatrum Orbis Terrarum. Anécdotas, quejas, comentarios y una imagen.

 

La sombra de mi alma

huye por un ocaso de alfabetos,

niebla de libros

y de palabras.

 Federico García Lorca

La furia que sintió Virginia Woolf cuando le prohibieron la entrada a una famosa biblioteca por el simple hecho de ser mujer y de no ir acompañada por un viril ejemplar de ser humano debió haber sido monumental; de hecho, sabemos por su puño y letra  que maldijo a la biblioteca sinvergüenza en cinco lenguas germánicas, cuatro romances, en lengua de signos, lengua quenya, shyriiwook y en onomatopéyico,  aunque a la biblioteca famosa esto no pareció importarle. Quizá un poco menor fue el enojo de los alumnos de la BUAA la primera vez que pusieron un control en la biblioteca central para que uno tuviera que entrar identificándose, y no quiero ni empezar a contarles del enojo que sufrí cuando en una secundaria, de cuyo nombre no quiero acordarme, a la bibliotecaria se le ocurrió comentarme que los alumnos no podían trabajar en la biblioteca porque ésta estaba siendo usada para otros menesteres, y que tampoco podían llevarse libros a sus casas porque los chamacos (¡ay, los chamacos!) no regresaban los libros o, si osaban regresarlos, regresaban cual soldados heridos en batalla; presumo que con esto, ella se refería a septicemias o amputaciones hojiles sin considerar, siquiera, que todos los libros ahí guardaditos entre varias capas de polvo, a esas alturas de la vida, ya padecerían claustrofobia, algún que otro dolor fantasma y seguro que, de ser presentados ante personal competente, podrían ser diagnosticados con cuadros de depresión severa.

Antes de continuar con anécdotas más oscuras, y por el bien de Abraham Ortelius a cuyos polvos o barros les agradezco el usufructo del nombre que da título a esta miscelánea, permítanme la analogía: una biblioteca personal es la cartografía íntima de un lector y una biblioteca pública es la cartografía de diez filántropos, cuatro lectores, un no lector, dos ratones y media subvención  Así como en cada uno de los libros que poseemos, ya sean tres o quinientos, existe una memoria, el surco que dejó alguna emoción entre palabras, el doblés en la esquina de una página que nos recuerda nuestros intereses a los 14 años, los desquiciados comentarios adolescentes que inundan los márgenes de nuestro libro de cabecera, los desengaños y los engaños amorosos con los que empatizábamos, empatizamos o empatizaremos, el borrón, la pregunta, la lágrima, el olor a sal marina y la mancha de Cheetos. Así como están nuestras filias y nuestras fobias, nuestras obsesiones alfabéticas, editoriales y temáticas; nuestros antojos y nuestros ahorros, nuestras familias y amistades, nuestras pasiones, esperanzas y desesperanzas. Así también podemos leer un mapa, lleno de inquietudes y sugerencias del cartógrafo, de las filias y fobias del que ordenó hacerlo, de omisiones descuidadas o de caminos que llevaban al descubrimiento y terminaron siendo callejones sin salida. Somos los cartógrafos de nuestras bibliotecas; obedecemos a nuestras intereses, deseos y curiosidades.

El economista alemán Fritz Schumacher, principalmente conocido y reconocido por su colección de ensayos Lo pequeño es hermoso. Economía como si la gente importara, cuenta en su libro Una guía para perplejos  que en un viaje realizado a Leningrado había consultado un mapa para saber dónde se encontraba sin haberlo logrado. Desde donde él estaba alcanzaba a ver varias iglesias que no estaban señaladas en el mapa; al poco tiempo un intérprete se acercó a él y le informó que no incluían  iglesias en sus mapas, a lo que él replicó que había una que sí estaba marcada. El interprete le dijo que esa era un museo y no una iglesia viva y que las iglesias vivas eras las no que estaban incluidas. En el mundo de los mapas existe el concepto de silencios que se refiere a la omisiones intencionales o involuntarias a las que incurría el cartógrafo en la elaboración de los mapas, muchos de estos silencios obedecían a cuestiones tanto políticas (como en el caso de la anécdota de Schumacher) como sociales y muchos otros obedecían simplemente a la ignorancia. También existían, por las mismas razones, las características que se enfatizaban en el mapa porque alguien quería o necesitaba que así fuera.

Así pues, tanto hablan sobre nosotros, dueños y señores de nuestras bibliotecas personales, las cosas que leemos, que ocupan espacio en nuestros estantes, los temas  por los que nos interesamos, los libros que prestamos y a quién se los prestamos,  los objetos queridos que comparten espacio con nuestros libros, el orden o el desorden de nuestras bibliotecas, los autores hacia los que orbitamos, nuestros hábitos consumidores o los pequeños rituales que llevamos a cabo antes, durante y después de zambullirnos en nuestra nueva adquisición o de volver a los autores que ya consideramos casa; como tanto hablan sobre nosotros los silencios de los que nos hacemos cargo o los que ni siquiera logramos identificar como silencios porque para nosotros no existen. Somos los cartógrafos de nuestras bibliomapas al mismo tiempo de que cada uno de nosotros somos, también, un mapa.

La biblioteca de mi preparatoria más querida era, más bien,  poco carismática; su estética no invitaba al romanticismo, pero su interior, como el de todas las bibliotecas, sí. Tampoco era la biblioteca mejor surtida, pero los estudiantes podían encontrar los clásicos más clásicos y los básicos más básicos para hacer sus correspondientes tareas. Era muy común encontrar libros rayados o sin páginas. En tiempos de inexistencia esmartfoniana y de cibercafés que cobraban demasiado por revisar el correo electrónico, los adolescentes satisfacían sus morbos y parrandas hormonales entre las páginas de las novelitas del Marqués de Sade. Así pues los 120 días de Sodoma, gracias al ladrón de turno, se convertían en 50 días de Sodoma, Justine se quedaba con, a lo mucho, dos infortunios en su currículum, los diálogos entre un sacerdote y un moribundo eran más bien monólogos y la filosofía en el tocador era un curso de coaching...

Imagínense nomás la rabia de los estudiantes al encontrarse a una Justine que lo único que aparentemente hacía era entrar y salir de lugares en los que siempre parecía que acabaría pasando algo turbio o jocoso que al final no pasaba. ¡Qué loco el Marqués ese! En algún momento, alguno que otro no tan despistado lector encontraba el problema: la página saltaba de la 54 a la 59, por lo que no había que ser muy Sherlock para deducir que Justine no era nomás una mujer que tenía por pasatiempo entrar y salir de distintos lugares sino que era una mujer a la que le pasaban cosas más bien horribles. Por supuesto, sobra decir que en el mundo paralelo en el que vivía el adolescente ladrón de hojas, Justine era una mujer que simplemente caía, cual peso muerto, en las peores catástrofes.

Hace más o menos un año tuve un incidente bibliotequil terrible que repercutió severamente en mi estado anímico del momento y en la condición física de mis bien acomodados libros. Resulta que la que alguna vez fue mi habitación terminó convertida en un pequeño estudio que siguió albergando gran parte de mi biblioteca personal. Confieso que en mi biblioteca no hay orden ni concierto, la convivencia es diversa y Plath y Houellebecq han tenido que aprender a convivir cotidianamente. No hay distancia personal que valga, portadas y contraportadas se funden en ardorosos abrazos; entre el odio y el amor no hay ni un solo centímetro. Sherlock Holmes y Hércules Poirot se acompañan en sus insomnios. He intentado poner orden, no lo niego, y hay orden que se ha impuesto solo, como este que precisamente hace a la competencia compartir espacio. El Padre Brown está a la derecha de Poirot por si el sentido común le llegara a fallar con la edad  y Kurt Wallander, representando la versión diabética y moderna del mundo detectivil, los juzga desde su trinchera que está solo a unos cuantos libros de distancia. Pero no debería levantarles falsos porque más que competencia yo diría que en esta balda todos son camaradas o al menos se tienen buena voluntad. Además, no tienen de qué quejarse, su espacio está subvencionado por el Estado y reciben largas y concentradas ojeadas y hojeadas de vez en cuando; o sea, cuando el Estado lo considera conveniente. No estoy yo -quiero decir el Estado- para rebeliones literarias a estas alturas de la vida, así que procuro mantenerlos contentos, respetar sus derechos, darles ciertas libertades y cariñitos. Pero bueno, no era sobre la convivencia entre mentes brillantes sobre lo que yo quería hablarles sino del hecho catastrófico que ocurrió hace un año. Recuerdo que un día llovió a mares, a ríos y a presas desbordadas; se asustaron humanos, animales, postes de luz, árboles y espectaculares. Semanas después empecé a percibir un olor extraño en el estudio, mi nariz empezó el rastreo olfativo y este me llevó hasta la balda de los detectives que no me recibieron con gusto, ¿por qué? pues porque una plaga entre verde y blanca se había extendido por todas las hojas de los libros que ocupaban ese espacio. Se había filtrado agua desde el techo y la pared se había humedecido provocándoles, a los pobres, un terrible contagio fúngico. Inmediatamente me puse a guglear remedios para sus malestares y hubo uno que prometía ser rápido y efectivo. Había que meter a cada uno de los libros en bolsas herméticas para  después ponerlos en el congelador durante no sé cuánto tiempo y he aquí cuando vino el dilema, porque uno puede meter a Colmillo Blanco y a Moby Dick al congelador sin problemas y seguramente Dickens y Dostoyevski no pondrían el grito en el cielo por mudarse a lugares un poco más fríos. Chesterton sin lugar a dudas encontraría nuevas emociones en la hipotermia. Pero vamos a ver, ¿qué haría Jim Hawkins buscando tesoros  entre fresas congeladas  y el Kurtz conradiano viviendo su segunda muerte a varios grados bajo cero?  ¡El horror! ¡El horror! Es más que probable que Virginia Woolf no se imaginara el ansiado cuarto propio como un congelador pero quizá Szymborska sí tuvo en mente alguno cuando mencionó que teníamos por delante caminos lejanos y ciegos, pozos contaminados, pan amargo, aunque haya olvidado enumerarlo. A este complicado contratiempo metodológico se sumaba el complejo problema del espacio, más bien del poco espacio; es decir, los hielos podrían ser derretidos y las fresas devoradas para darles más libertad de movimiento a todos los genios, pero aún así no era suficiente, así que esta que leen tuvo que emplear métodos mucho más enfadosos para deshacerse del despiadado moho. La biblioteca poco a poco regresó a su desorden habitual, las humedades fueron solucionadas y la convivencia restaurada.

Las bibliotecas, no me dejarán mentir, son el fetiche por excelencia del lector (además del libro, por supuesto). A mí, por ejemplo, nunca me ha gustado leer en ellas: tan pronto alguno de mis pies traspasa el umbral de una biblioteca pública Góngora ya empieza a insistir en robarme el oxígeno y,  aunque mi nariz es francamente poderosa, nada le gana a una nariz superlativa, así que antes de tragarme algún estante entre bostezos prefiero sacar el libro elegido y llevármelo lejos de fieras narices. Hay otras actividades que sí puedo realizar dentro de ellas, algunas más atractivas que otras: hacer trabajos con libros que no se pueden sacar, por ejemplo, entra entre las menos atractivas mientras que convertir la biblioteca en ventana indiscreta, encontrar libros curiosos, libros comentados o transformarme en Peeping Tom y terminar con tortícolis por metiche está entre las más excitantes (y ridículas, sí, y dolorosas, también).

Una imagen como coloFÍN

Existe una imagen en la que tres hombres, con sus respectivos abrigos y sus respectivos bombines negros, están en un lugar que parece ser una biblioteca a la que algo grave le sucedió porque no tiene techo, se alcanzan a ver las chimeneas de otro edificio y, además, el centro está lleno de escombro. A un lado y a otro de la habitación hay grandes estanterías llenas de libros; en la estantería izquierda están dos hombres parados a distintas alturas por culpa de los deshechos; uno de ellos está seleccionando el libro que, presumo, sacará de la estantería, mientras que el otro lee u hojea un libro distinto. El tercer hombre, que está en el estante de enfrente, pasea la mirada por una de las baldas con las manos bien enfundadas en los bolsillos de su largo abrigo. Los tres hombres parecen ajenos al desastre. Esta imagen sí es una fotografía real en la que aparecen tres hombres, supuestamente lectores, en la biblioteca privada de Holland House en Londres, después de que esta había sido alcanzada por una bomba en 1940. La foto es real, sí, pero también es una foto orquestada por el gobierno británico. La idea detrás de esta era transmitir a los ingleses una sensación de que, aunque la situación había sido una desgracia, ahora todo estaba bajo control, la vida seguiría para todos y seguiría bien en eso que conocemos como el teatro del mundo.

Desde que se tomó esa fotografía en el mundo siguen existiendo desgracias, hay mayor cantidad de cosas que parecen estar fuera de control que bajo control, la vida sigue para algunos y en distintas condiciones, algunas de ellas sumamente injustas, en Londres todavía hay hombres metiendo las manos en los bolsillos de sus abrigos y entrando a bibliotecas tanto públicas como privadas pero eso sí, las bibliotecas hasta hoy siguen existiendo y eso es maravilloso; eso está bien.

Texto publicado originalmente en la, por ahora desaparecida, revista digital Glosario.



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